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Cuando uno ve imágenes de las cúpulas del Vaticano, de las huellas dejadas por los habitantes de Nazca o el trazo urbano de Tenochtitlán, uno entiende que durante milenios el hombre ha apelado a una mirada ajena al del hombre mismo; se trata de construcciones hechas para un observador no limitado por la gravedad terrestre. En las culturas antiguas sólo los muertos y los dioses podían ser depositarios de esa mirada para la que nuestras construcciones esperaban pacientemente, desde tierra firme, a ser vistas como sus arquitectos suponían que debían ser vistas. Desde el cielo.

Entre otras cosas que nuestra hipermodernidad da por sentado, el viaje al espacio ha dejado de parecernos asombroso y fascinante. Los niños ya no quieren ser astronautas (“qué horror, aprender tantas matemáticas…”, lo escuché, lo juro); ahora quieren salir en MTV o algo así. Tal vez las generaciones más recientes del planeta nunca podrán recibir con el mismo asombro las noticias de los viajeros del espacio exterior como hicieron nuestros padres antes que nosotros.

Recuerdo que mi padre me contaba justo dónde estaba cuando se transmitió el primer alunizaje. Probablemente todos ellos lo recuerden: teorías de conspiración aparte y lo que se quiera, el próximo 20 de julio se cumplen 44 años de la misión Apollo 11, que en 1969 nos mostró la Tierra –y a nosotros mismos– como nunca nadie la había visto.

El choque estético que sufren los astronautas es algo de lo que se habla muy poco. Hay un pequeño documental (que puede verse completo aquí) llamado Overview que relata justo eso; en las oficinas de la NASA, durante la misión Apollo 8 en 1968, los técnicos estaban tan absortos resolviendo todos estos pequeños problemas relacionados con el viaje que de pronto se quedaron fríos frente a la imagen que veían en sus monitores: ese punto azul en medio de la nada.

Ahí estamos. Todos, los que estamos y los que estuvieron. Estábamos en lo cierto, vivimos en un planeta. Siempre lo hemos sabido, claro, pero nunca lo habíamos comprobado.

Voyeurs espaciales

Los astronautas más viejos tuvieron que recurrir al lenguaje de las religiones para explicarse la sensación de unidad recobrada y asombro que ya no los abandonaría jamás. Un puñado de hombres y mujeres que franquearon la barrera planetaria, atravesando el globo azul como una bala, sin ver por ninguna parte el rastro de los dioses que debían ocupar esa inmensidad que, pese a todo, no se reveló vacía: tal vez eso sea parte del trauma que como especie supuso el viaje intergaláctico, su forclusión, o tal vez su normalización: vemos “la imagen del día” de la NASA y el asombro suma asombros que eventualmente nos anestesian para la belleza misma. 

Otra galaxia con forma de flor. Otra variedad de supernova siendo devorada por un hoyo negro. Otro sistema solar que los científicos creen que podría ser habitable. Rastros de agua en Marte. Manchas solares en el rostro de las estrellas. Estrellas y estrellas, miles de veces más grandes que nuestro propio sol, ardiendo calladamente al fondo de la foto. Sonrían, están siendo grabados, les dice el Hubble con su violentísima presencia de satélite artificial, de voyeur intergaláctico.

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En alguna parte dice Paul Virilio que ese horizonte vertical del cielo es la última frontera de la velocidad. Podemos pensarlo como el abismo invertido en el que vivimos desde que pudimos vernos desde el hueco del espacio; en serio no hay a dónde ir. Esto puede ser utilizado para elaborar un argumento ecologista neurótico (¡miren cómo se ve devastado el Amazonas, miren cómo se mueve ese casquete polar de por allá!), pero a mí me gusta más pensarlo como una suprema afirmación de la vida. 

Es decir: el problema ecológico en el que nos hemos metido está comprometiendo nuestra sobrevivencia como especie en el mundo. Lo sabemos todos, lo escuchamos a diario, pero –al igual que la conciencia tiene problemas en imaginar la muerte, pues esto implica imaginarse no siendo– somos incapaces de imaginar que un día el ser humano no vivirá más en el planeta que antes llamó Tierra.

Me gusta mucho esta idea, la de vernos como una anomalía que la propia naturaleza se encargará de suprimir o regular. 

Un pequeño cambio en la temperatura aquí, otro pequeño cambio en la composición de la atmósfera y ciao, bambini

Tierra I
Disfruto mucho esa fragilidad, imaginar que, en los restos de la vida terrestre, surgirán (¿acaso ya existan?) formas de vida que pueden respirar ácido clorhídrico o vapores de azufre. Que la vida encontrará formas de seguir siendo vida, porque eso es al final lo que la vida hace –a diferencia de nosotros, de la soberbia que nos lleva a igualar esta presunta inteligencia con una forma de vida superior, lo que sea que eso signifique, y darnos una y otra vez las mismas excusas, los mismos simulacros de conciencia: ya se les ocurrirá algo. Ya inventarán una segunda atmósfera o nos llevarán a otro planeta. Los científicos, los astronautas. Si pudieron inventar el iPhone no podremos extinguirnos.

¿O sí?

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Es que la palabra clave en la mirada desde el espacio es también clave en la pintura, en la renacentista, por ejemplo: perspectiva. Perspectiva es dejar vacante el lugar desde donde nos veíamos a nosotros mismos, cambiar el enfoque, literalmente el punto de vista que el observador asume, replantear el origen de esa mirada. Nadie ha venido a desmentirnos públicamente de que somos esta civilización poderosa y floreciente en la última arruga del culo del universo, por eso podemos seguirnos contando cualquier historia que nos ayude a dormir por la noche (sea religiosa o científica), porque lo real de una perspectiva cósmica es que somos simios hiperdesarrollados a bordo de una piedra azul que viaja por el espacio, los cuales no tienen la menor idea de qué están haciendo. No tenemos parámetros para asumir esa perspectiva. Tendríamos que inventarlos. 
Modestamente creo que nos detiene esta mezquindad política, este cuento de la identidad y la diferencia, este provincialismo ontológico de la mirada sobre nosotros mismos y nuestra historia. Como en la consabida metáfora de la mosca que es monstruo vista demasiado cerca, estamos demasiado convencidos del cuento que nos hemos contado todo este tiempo: las fronteras y los estados-nación son necesarios, el capital: acumularlo, acceder a él, arrebatarlo si es preciso, hackearlo, habitar su fisura; hacer que ciertas formas de lo humano sean aceptables y otras marginales; seguir pensando que hay formas de vida humana “ilegales”. 
Nadie parece ilegal desde el espacio, por ejemplo. 
Nada parece estar puesto sobre el planeta por error –más que nosotros, quienes quiera que seamos.
Tierra II (spoilers ahead)
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Tengo atorados un par de argumentos respecto a Man of Steel, la nueva película de Superman, y siento que si no los escribo aquí y ahora ya no los voy a escribir nunca. Como es fácil ver, hay muchas conexiones entre la mirada que he propuesto en las líneas anteriores, la de los astronautas que vuelven del espacio y la de Superman. Se trata del héroe de mi infancia. En otra parte he descrito mi fascinación/aversión por el personaje. Aunque disfruté muchísimo la última película, no puedo dejar de pensar en que es la fantasía del ultimatum gringo. Me lo explico así: incapaces de generar cambios radicales que aseguren la supervivencia de su civilización, los kriptonianos trasladan su modelo de civilización a otros planetas, donde reproducen las mismas prácticas coloniales que ulteriormente los llevaron a destruir su propio planeta. Kal-El y el general Zod ocupan estructuralmente la misma función en ese programa colonizador.

Podemos pensar que Kal-El es más “humano” porque ha aprendido a contenerse y controlarse (“conocerse a sí mismo”, dirán algunos malcitando a Sócrates sin recordar que Foucault, por ejemplo, priorizaba más el “procúrate a ti mismo” como eje de la acción contingente de la subjetividad, etc.), pero olvidamos que al asesinar a Zod está eligiendo, incapaz de no-elegir, una forma de civilización sobre otra. En tanto especie estamos eligiendo colectivamente todo el tiempo una forma suicida de civilización, una que no podremos sostener en sus condiciones actuales por mucho tiempo más, y que sería un acto de psicopatía cósmica perpetuar en otros planetas. 
Por otro lado, la escena donde Superman destruye el drone de vigilancia dice tal vez demasiado, tal vez a pesar de sí misma, sobre la idiosincracia mítica que originó a este superhéroe: no puedes vigilarme, dice; no puedes controlarme, no puedes ordenarme nada. Pero soy más americano que Kansas, soy lo americano mismo, lo gringo-ahí. Podemos platicar, si quieres. Llegar a algún acuerdo de mutua protección, le dice veladamente al general o representante simbólico de la especie/tercer mundo que lo persigue en su patrulla.

Lo que vemos en esa escena no es un nuevo pacto de concordia: yo creo que es una amenaza bastante elocuente de lo que Estados Unidos está haciendo desde el destape de la vigilancia discrecional del panóptico digital PRISM. Sólo desde la certeza del poder puede operar el cinismo con que la vigilancia global se presenta en nuestros días; un poder que nadie pone en duda, por cierto. No tenemos medios para hacerlo, como un hombre que tratara de enfrentarse con palos, piedras o tanques a Superman.

De pronto el planeta me parece demasiado pequeño. Como si estuviéramos encerrados con todos los asesinos y dementes y accionistas de Wall Street y agentes de telemarketing, con lo peor de la raza humana, en suma. Uno quisiera un afuera más afuera: vamos a la calle y estamos encerrados en la calle; vamos al espacio y estamos encerrados entre las estrellas. Tal vez la conciencia sea eso que, para existir, debe devorarse a sí misma. Y que puede operar, de vez en cuando, lo que las religiones conocen como milagros cuando deja de identificarse consigo misma y puede verse como otra, como ajena. Mirada terrestre y mirada del espacio son dos formas radicales de extranjería solamente, dos formas de la misma vulnerabilidad. La nuestra. 

Tal vez por eso preferiría ser un astronauta que ser Superman.

Twitter del autor: @javier_raya